jueves, 11 de febrero de 2010
Crónica de un mal día… o la “quema del mal humor” entrenando la paciencia
Me bajaba de la combi que me trasladaba al centro histórico de la ciudad en que me encontraba. Sabía que ésta debía de ser la blanca Mérida, pero el escenario sugería más tratarse del centro de Oaxaca, según mi primer recuerdo de esa ciudad. Bajé del transporte y, al cruzar la calle, una fuerte y cercana voz masculina gritó claramente mi nombre -¡Fátima!-. Volteé encontrando con la vista sólo la puerta del cuarto en que dormía.
La voz me había llamado y sacado del sueño profundo en que estaba. Tuve miedo al sentirme sola y acechada por alguien. ¿Habría sido un vecino? ¿Un amigo borracho queriendo jugarme una broma? Ninguna opción era asequible. No estaba en mi medio. Nadie me conocía. La casa no era mía y nadie tendría por qué buscarme ahí, mucho menos a esas horas.
Poco a poco me relajé a través del auto convencimiento de que, pese a la voz tan real, era una coincidencia que su llamado hubiera sido al tiempo de mi despertar, aunque me quedé con la idea de que me alertaba de algo, tal vez un día difícil. Por fin pude continuar con el último ratito de sueño antes de que el despertador sonara.
Me levanté y vestí con lo primero que pude encontrar. Me había duchado una noche antes, después de hacer ejercicio, porque el clima no estaba lo suficientemente caluroso como para bañarme con agua fría por la mañana Desayuné un pan con queso untado, lavé mi cara, cepillé mis dientes, tomé mi mochila y partí en un vehículo idéntico al del sueño.
Llegué a la clase a tiempo. Dejé mis cosas y fui al baño, pues mi nariz goteaba por algo similar a la gripa. Al volver encontré en mi celular una llamada perdida, la cual no respondí porque el expositor había comenzado a hablar y no hubiera sido cortés salir del aula y ponerme a hablar por teléfono. Un par de horas más tarde, mi concentración en tan interesantes planteamientos fue interrumpida por una vibración. Era otra vez el teléfono.
La gentil mujer cuya hija me albergaba en su casa durante su ausencia requería entrar en la morada y la única llave disponible era la mía. Tuve que emprender entonces un viaje de regreso hacia el sitio en el que desperté, pese a que tenía asuntos pendientes en la escuela para más tarde, por lo cual necesitaría volver otra vez.
Antes de salir, en mi camino se cruzó una mala nota, un ocho que sabía yo había sido una peor nota, cambiada muy a tiempo. El ocho me convertía en la calificación más baja de entre mis similares y la historia detrás de ello hacía que mis órganos digestivos ardieran y me hicieran sentir herida por dentro (gastritis, sí).
Salí y comencé a caminar las cuadras necesarias para llegar hasta la parada de la combi. A mitad de camino noté que en mi bolsillo no se encontraba la razón de mi regreso. Había olvidado la llave en la escuela. Tuve que regresar.
De nuevo me fui hacia la parada del transporte, pero al llegar me encontré una fila larga esperando antes que yo, y no se veía venir combi alguna. Unos minutos después llegó la primera, pero por un lugar me quedé fuera y tuve que esperar la siguiente. Cuando sucedió, empezaba a estresarme no llegar a tiempo. Oí que el problema eran las calles cerradas por la “quema del mal humor”, el primer episodio del carnaval.
Estaba en el porche de la casa justo cuando el auto de la persona esperada arribó. Tardó en buscar lo que necesitaba y no fui capaz de manifestarle mi prisa. Esperé. Cuando se fue pensé en llamar a alguien para ir a comer lo que quería, pero supuse que era tarde y mejor comí con la rapidez que unas quesadillas de microondas puede dar. Iba saliendo cuando un mensaje me llegó anunciando que irían a comer al lugar que quería, pero yo aún estaba lejos y ya había comido algo. De haber sabido…
De nuevo la travesía hacia el mismo lugar, al que llegué para trabajar pendientes. Debía revisar unos rollos de documentos microfilmados con el equipo existente en la escuela. Pero pasaban ya de las tres y el equipo sólo estaba disponible hasta las cuatro y media. Había uno más rudimentario en la biblioteca, por lo que decidí sacar mis rollos e irme allá para trabajar toda la tarde. No obstante, el lector comenzó a dar problemas. El rollo no se enredaba, no cambiaba la imagen y, cuando se pudo ver algo, ésta se veía oscura y doble. El aparato no servía. Deserté de la misión.
Decidí entonces enviar un correo indispensable sobre mi dirección de tesis, dirigido a quien estaría encargándose de ella en ausencia del que me había calificado mal (su ausencia, claro, no estaba ligada a su mala forma de calificarme, sino a un problema médico). Intenté enviarlo un par de veces pero el correo me marcaba error. Perdí una hora en vano.
Escribí unos cuantos párrafos del capítulo en que me encontraba, pero pronto me di cuenta de que era tarde y desconocía el tiempo en que se suspendía el servicio de transporte. Entregué dos libros que tenía en préstamo, pero el bibliotecario me indicó que tenía registro de que habían sido tres los que había pedido. Seguro un mal entendido pero ¿y si me sancionan?
Partí otra vez, aunque en esta ocasión no tuve que esperar. Ocupé el último lugar restante en la combi y tomé asiento junto a un señor mayor. Él comenzó a hablarme de cosas irrelevantes, que no entendía por su acento y porque estaban desconectadas de mi interés. Yo no quería conversar, así que contesté con monosílabos hasta que calló. Sin embargo, todo el camino sufrí por estar en una mala postura en el asiento.
Cuando llegué ya era de noche. Extrañé a mi familia, extrañé a mi antiguo compañero de casa y, por supuesto, como siempre añoré el pasado. Me pregunté cómo llevaría mi vida en los próximos años y el miedo, casi como un mal crónico, me invadió de nuevo.
Traté de buscar refugio y compañía en la red, pero la conexión inalámbrica de la casa en que me encontraba no funcionaba. Cociné y escribí, apelando a que mañana el mal humor no existirá y la vida será un carnaval.
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